De los
norteamericanos en general se ha dicho que son gente de motivaciones simples,
que su optimismo natural es tan contagioso como difícil de soportar para los
que están inmunizados. En su defensa diré que no por ser un pueblo de
entusiastas carecen de contradicciones. Este anhelo por los finales felices,
que ha edulcorado innecesariamente tantas películas en detrimento de su valor
artístico, convive con la fascinación por lo apocalíptico. Quizá los
estadounidenses, después de todo, no tengan la conciencia tan limpia como pueda
parecer ni sean tan optimistas respecto al futuro.
Sea como fuere, ningún norteamericano disfruta tanto destruyendo nuestro mundo como el director Roland Emmerich, que debió sentirse feliz al acercarse el año 2012. ¿Quién sabe? El mundo sobrevivió al espeluznante año 2000 pero todavía no podemos decir que hemos sobrevivido a la profecía maya. Aún queda la esperanza de que esta vez sea la profecía definitiva.
Había que destruir el mundo y
cualquier pretexto era bueno, debió pensar Emmerich. No queriendo volver a
meteoritos o cambios climáticos, Emmerich decidió que radiaciones solares
invisibles afectarían al núcleo terrestre, de modo que la tectónica de placas
se convertiría en una fiesta.
Hay que decir que la llegada de
radiaciones solares intensas no es una broma y tiene precedentes. En tiempos de
crisis lo que menos necesitamos es este fenómeno natural, que pudiera provocar
averías nunca vistas en nuestro sistema de telecomunicaciones. Pero la teoría
de Emmerich es tan absurda que hay que preguntarse si era necesario. Al fin y
al cabo, si queremos destruir el mundo y damos por hecho que la humanidad lo
merece, ¿hace falta inventarse tales gilipolleces pseudocientíficas? Soy
agnóstico pero prefiero creer en un Dios todopoderoso y vengativo antes que en
rayos que nos traspasan para fundir el núcleo terrestre. La magia puede
fascinar tanto como la buena ciencia.
Con todo, éste es el menor de los
males que tendremos que soportar viendo 2012 y fácilmente podríamos disculpar a
Emmerich en interés del entretenimiento. Más grave es el escaso acierto al
elegir los actores, todos ellos anodinos y grises, empezando por John Cusack,
el odioso protagonista. Cuando detrás de personajes poco creíbles encontramos
actores sin el menor carisma el desastre está asegurado. Al principio el
espectador puede sentirse indiferente pero le aseguro que es una sensación
pasajera, porque acabará odiándolos hasta desearles una bien merecida
extinción.
Muy bien, ¿pero y los efectos
especiales? Olvidémonos de lo absurdo del argumento y de los personajes
lamentables, y cojamos un cartón bien grande de palomitas... Cierto, contemplar
la destrucción del mundo es divertido y Emmerich no repara en gastos. Nada que
objetar en esto y reconozco que la película podría ser entretenida, pero (¡ay!)
Emmerich no quiere dejar que nos entretengamos sin más. Necesita meternos una
enseñanza moral de por medio y nos aburre con las vidas de una pandilla de
mediocres, empezando por un padre divorciado que salvará su matrimonio gracias
a la muerte de miles de millones (¿estoy destripando el argumento? ¿Alguien
esperaba que ocurriese otra cosa?...). Tengo un dejá vú. ¿No he visto esto
mismo en La guerra de los mundos y otros filmes apocalípticos? ¿Por qué tanto
empeño en no querer dejar disfrutar a los espectadores? ¿Por qué regatearnos
las explosiones, los incendios y los derrumbes para aburrirnos con discursos
moralizantes que no nos interesan lo más mínimo? Sí, a cada rato hay que
detener la acción para que los personajes se nos pongan trascendentes y nos
confirmen lo absurdo que es toda la trama. Señor Emmerich, no se sienta
frustrado por no haber filmado Hamlet y simplemente déjenos disfrutar con cine
palomitero y punto.
Aún más, no se contenta con
instruirnos sino que necesita un final feliz y resolver así la contradicción
con la que comenzaba esta reseña. Destruir el mundo con un final feliz es poco
menos que buscar la cuadratura del círculo. La solución de Emmerich es que
entre los miles de millones de seres humanos se salve lo mejor de ella: los más
ricos y poderosos. ¡Bravo, señor Emmerich! Nos reconforta saber que nuestros
amados líderes políticos y económicos sobrevivirán a cualquier catástrofe.
¿Todos? No, no todas las ratas abandonan el barco... Hay dos excepciones. Una
de ellas es el presidente de los Estados Unidos (hay que dejar clara su
superioridad moral). La otra... Bueno, digamos que la escena es tan buena que
los italianos todavía se están riendo de Emmerich y yo también me reí al llegar
el lamentable final “feliz”, el remate para una película ridícula cuyo único mérito
es demostrar que la humanidad merece extinguirse.